La naturaleza ama esconderse,
por Alejandra Avilés
En Sonora se les dice coloquialmente “alacraneros” a los cuartos que se utilizan como almacén. En las casas de pueblo, estas habitaciones están al fondo del patio y se usan para guardar herramientas de trabajo, sacos de semillas, decoraciones de navidad y cobijas para el invierno.
Un alacranero puede ser también cualquier acumulación de bultos estáticos. La palabra se refiere directamente al alacrán y a los demás insectos que prefieren habitar en lo quieto. El nombre surge al saber que si mueves una caja será muy probable que encuentres una araña patona; un matavenados o algún huevo de viudanegra2. Es precisamente esta corazonada la que le dá el nombre a los alacraneros.
El alacranero no está en el monte. El alacranero está siempre dentro de los espacios construidos por el hombre. Esto se puede relacionar con Sou Fujimoto y la metáfora de la cueva y el nido3 como dos principios arquitectónicos presentes en la naturaleza. Fujimoto comenta que la cueva es una forma ya existente y que puede cumplir las funciones de habitar un espacio; sin embargo requiere la adaptación a la forma por parte de quien la habita; mientras que el nido es el principio de construcción por excelencia, no requiere de adaptación pues es creado con base a las necesidades específicas de quien lo habita. Entonces podemos decir que el espacio entre la caja y la pared del alacranero es una cueva creada por los objetos acumulados del hombre, ya que puede cumplir las necesidades de habitar del insecto que sabe adaptarse. Siguiendo la metáfora de Fujimoto: el alacranero es la cueva dentro del nido.
En El elogio de la sombra (1933), Tanizaki (1886-1965) nos lleva por los refinamientos de la iluminación precaria y la importancia de los matices, en la sombra, para la arquitectura tradicional japonesa. Tanizaki critica la obsesión de occidente por lo pulcro y se refiere al nivel de elegancia que hay en las superficies sucias. Describe cómo el color oscuro de la laca con la que se pintan las vasijas, hace que comer sopa sea una experiencia placentera, porque mantiene el misterio entre el contenedor y el contenido.
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Aunque es verdad que en Sonora los rayos caen recios, ahora me doy cuenta que todo lo que se hace para evadir el sol raya en la manía. Durante el verano las calles están vacías. En esta estación se deja la casa solo si es estrictamente necesario. Las personas hacen sus gestiones por la mañana y esperan que caiga la tarde para salir a pasear. Cuando la gente se encierra en sus casas no es por un acto de amor a la oscuridad, sino una acción de repulsión a la luz extrema, casi cegadora, de esta región expuesta.
Recuerdo con frecuencia cuando ayudaba a mi Mamá a polarizar las ventanas de la casa. Primero vaciamos una coca-cola en cualquier contenedor de spray y la íbamos rociando en el vidrio, luego, colocamos una capa de papel aluminio hasta cubrir la superficie de la ventana. La coca-cola funcionaba como pegamento y el lado más brillante del aluminio daba al exterior para reflejar el sol, expulsarlo. Al aislar la luz, la casa estaba más fresca. Un método muy efectivo pero impreciso. Si no lo hacíamos con cuidado, al frágil papel de aluminio se le quedaban unas grietas por las cuales insistía entrar el sol y por esa insistencia de la luz se podían ver las partículas de polvo en el aire seco. Por eso mi recuerdo del interior de la casa donde crecí es de penumbra. Cuando por fin salía de mi casa se me quemaban los ojos, cosa que no me ha vuelto a pasar con tanta intensidad en otros lugares donde he vivido. Desde entonces entiendo que no todos los soles encandilan igual.
«Φύσις κρύπτεσθαι φιλεῖ», «La naturaleza ama esconderse», lo dijo Heráclito hace más de dos mil años. Con esta frase, el pensador griego personificó a la naturaleza, y aunque es considerado uno de los primeros filósofos físicos, la sentencia tiene un elemento que va en contra del conocimiento científico que observa, mide y clasifica todo exhaustivamente. Al decir esto, Heráclito le otorgó un lugar de subjetividad al comportamiento de lo físico, y es precisamente la utilización del verbo -amar- lo que más inquieta; y la palabra, hay que agregar, que más ha complicado consensuar una traducción precisa. La frase ha sido retomada por la física cuántica e inevitablemente nos lleva a pensar en el concepto del inconsciente en el psicoanálisis; sin embargo, la naturaleza ama esconderse me llevó a un lugar distinto.
Pensé inmediatamente en los insectos rastreros que buscan esconderse. Por eso si se llega a descubrir un alacrán, una araña o un ciempiés en la casa, este será siempre un encuentro violento por el hecho de transgredir el ocultamiento del animal. Ahí es cuando se hacen visibles las formas más aberrantes: una multiplicidad de ojos y extremidades que rodean un cuerpo invertebrado y aterrante.
Aunque los humanos somos animales de imágenes y lenguaje, me gusta pensar que hay cosas a las que no podemos acceder mediante la vista y el habla. Por eso cuando hurgamos en la grieta del alacranero, nos encontraremos con un universo sensorial opuesto a lo que nos conforma. El alacranero es un lugar oscuro y mudo, sabemos que está ahí, siendo habitado, pero preferimos no agitarlo, no descubrirlo.