Un escenario sin teatro
por Alejandra Avilés

Aproximadamente en la década de 1970, después de un proyecto frustrado en la Ciudad de México, el cineasta japonés Kiju Yoshida decidió hacer un viaje por toda la península de Baja California. Las lecturas que acompañaron su viaje eran sobre la historia de México. Sin embargo, no encontraba elementos que le permitieran descifrar la relación del lugar con lo que ahí había sucedido. “El inmenso territorio que el país despliega no puede resumirse en un paisaje desolado”1.

Al final del viaje, después de haber recorrido casi toda la península, “perfecta en su incongruencia con el paisaje que la rodeaba, de pronto se alzó, abstracta una escultura dorada”2. Esa escultura estaba a lado de la carretera para indicar que por ahí pasaba el trópico de Cáncer. Pararon el carro para mirarla y fue justo en ese momento que entendió los signos del desierto -que serían lo opuesto a un monumento- y compara su experiencia con los síntomas de la afasia.

“El que yo haya percibido esta tierra mexicana como un desierto de afasia se debe, tomando prestadas las palabras de Jakobson, a la pérdida en mi de toda función metalingüística. Aplastada bajo el paso de la historia, la de la conquista que los blancos llevaron a cabo hasta la disolución del aura propia de los indios y que yo me obstinaba por encontrar con una mirada diacrónica, mi afasia provenía de lo que el desierto me imponía como obstáculo, con su profusión de “significado” tan alejado del desierto mismo en su absoluta normalidad, escamoteando todo código, toda conversación metalingüística. No se trataba de una pérdida de la palabra, [...] sino la alteración de mi capacidad para construir enunciados que combinen las palabras en frases vivas”3.

Un japonés llegó al desierto de Sonora con la mente “bajo el imperio del significado”4 buscando aquellas pirámides y catedrales que nunca se construyeron para contar nuestra historia. Quizá un gran malentendido favoreció la revelación. Un desfase entre el lugar y el interlocutor, así como la aparición inesperada de una escultura del trópico de cáncer en el camino, sirvieron a Yoshida para desarrollar un ensayo sobre el lugar y su “incapacidad para aprehender las cosas”5.

Para poder leer este espacio hay que entender la falta de arquitectura en la región. A excepción de los indios “Pueblo” que precisamente son tan emblemáticos por que se asentaron y levantaron ciudades de adobe, la mayoría de las tribus de aridoamérica fueron nómadas y seminómadas, y por lo tanto todas sus construcciones fueron temporales.

Por ejemplo, los Yaquis y Mayos hacen sus ramadas en un día usando de 4 a 8 palos en forma de “Y” para la estructura y luego le ponen ramas al techo. Para levantar las paredes de la casa usaban el corazón de pitahaya y el adobe. Hay descripciones aventuradas de que el máximo decoro que hacían los Pimas para dormir, era sacudir la tierra con una hoja de palma. En su mayoría usaban materiales blandos que no resistieron al tiempo, pero el tiempo no es algo a lo que quieras resistir en lugares extremos.

Los misioneros se quejaban de la falta de materiales para la construcción en la región. Describen los árboles como una especie de matorral grande que se bifurca desde el inicio cuya altura máxima no excede los 3.5m de alto. Desde entonces -y hasta la fecha- los barrotes de madera se tienen que traer de Chihuahua5. En la sierra había cantera, pero no había nadie que la supiera trabajar. Luego había que transportarla y no había caminos. Hazañas que solo personas tercas o espirituales podían llevar a cabo.

En ecosistemas propicios para el asentamiento humano, como el mediterráneo en europa o mesoamérica en américa, se han visto llegar y reproducirse a hombres de todas las religiones y ellos edificaron para dar fe de su paso. Las civilizaciones nos dejaron la piedra para contar su historia y a veces hasta las encimaron, como en el caso de la catedral que pusieron sobre un templo azteca en la Ciudad de México o la catedral que pusieron dentro de la mezquita de Córdoba.

A excepción de las aisladas iglesias de los misioneros, es raro toparse con esa tangibilidad de los hechos históricos en Sonora. Mi abuela me decía que aquí muchos llegaron huyendo, quizá por las grandes distancias se facilitaba perderse. Todas las acciones, matanzas, crímenes, injusticias, despojos, éxodos y migraciones, parecieran diluirse en la estabilidad perpetua del espacio. Entonces me pregunto, ¿cómo contar una historia sin cosas?.

“Solo le pido al “Señor de las cosas” que me permita estar presente para ordenar los recuerdos de mi pueblo y.. de mi gente”. Dice la primera página de la monografía de Caborca6 tomada en la biblioteca Eduardo Estrella Sotelo, frase que no aparece firmada, pero supongo habrá citado el cronista del pueblo. Me llamó la atención que diga el “señor de las cosas” para referirse al mundo físico y que relacione el estar vivo-presente con el ordenar los recuerdos. Los pueblos construidos a partir de la memoria son una forma de edificar no desde lo material, sino desde lo subjetivo. Esos recuerdos y anécdotas ordenadas serían nuestra historia.